Definitivamente, a la abuela se le había ido la cabeza. Se oían, a deshoras de la noche, sus voces histéricas y palmadas llamando al «sereno»; el señor que se encargaba de abrir los portales a los vecinos, y que, ataviado con blusa larga gris y grandes bolsillos, gorra de hula y chuzo (garrote), acudía a las llamadas, agitando el manojo de llaves y dando golpes en el suelo con la garrota a la voz de «¡Voy! ¡Voy!». La vieja, en su desvarío a causa del Alzhéimer, creía estar en la calle, en lugar de su cama. La hija gritaba: «¡Madre! ¿Quiere usted callarse, que no son horas? ¡Mi marido y mis hijos se levantan a las 6 para irse a trabajar, y no los deja dormir con tanto alboroto!». Se quedaba la anciana mirándola fijamente: «¿Quién es usted?», le decía, babeando. «¡Mamá lo sabe usted de sobra: soy su hija!» «¿Mi hija? ¡Ja ja ja! Señora, yo soy soltera, mire, éste es mi novio, Evaristo ‘El Estiraíllo’». Esto y cosas similares ocurrían cada noche, y, durante el día, en cuanto la hija se descuidaba, salía por la puerta del lavadero y, en el centro, junto al sumidero, se ahuecaba las sayas y de pie, hacia «pipí», manchándose piernas, medias y zapatillas, aparte del desagradable olor. No se molestó la familia en buscarle una residencia para la 3ª edad, sino que la montaron en el coche, se fueron a Valencia, y allí, en una de las calles principales, junto a un convento de monjas, la dejaron abandonada y se volvieron a la capital. Eso sí, tuvieron la precaución de dejarla indocumentada. ¡¡¡IMPOSIBLE DE CREER!!!
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