A Lola se le había aparecido Dios. En tiempos tan difíciles, con tanta hambre, sin trabajo ni techo, con el agravante de tener a su cargo a los padres, la pobre muchacha no sabía dónde acudir. Le dio un vahído en plena calle. Rápidamente acudió el personal de un edificio cercano a socorrerla, tumbándola sobre un sofá de piel marrón que discurría a lo largo de un amplio ventanal, dándole agua y aire con unas hojas de periódico, hasta que volvió en sí. Entonces y no antes, se obró el milagro; vio al médico de la empresa de construcciones, que le daba un masaje en la planta de los pies. Aquel hombre era, a los ojos de Lola, un dios bajado del cielo: guapo, alto, delgado, elegante… y paro porque si no no van a quedar adjetivos suficientes para describirlo. Sí os diré que aquel encuentro fortuito entre Lola y Armando fue el comienzo de algo tierno y agridulce a la vez. Él estaba casado y tenía 2 hijos pequeños; ella, soltera y cuidando a sus padres, ya ancianos. Una tarde se liaron la manta a la cabeza y terminaron haciendo el amor de forma apasionada, dándose cuenta a los 2 meses de que estaba encinta. ¡Madre mía, qué escándalo! Armando puso los puntos sobre las íes: «Lola, mi amor, en mi corazón eres lo que más quiero en este mundo, pero mi mujer y mis 2 hijos siempre estarán antes que tú. Nunca me divorciaré ni renunciaré a mi familia, pero a ti y a nuestro hijo nunca os faltará de nada. ¿Lo aceptas así?». «¡Lo que tú digas!», repuso, alegre. «¡Me consta que eres un caballero y yo la mujer más afortunada del mundo, teniéndote a mi lado las veces que puedas o desees!».
Continuará…
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