Ismael corría, agazapado, a lo largo de la trinchera, por entre los cuerpos caídos, unos heridos, otros muertos. Algunos aún sostenían el fusil disparando al enemigo. ¡El enemigo! ¡Qué ironía! ¿Enemigos de quién? Al otro lado de la línea de fuego estaban los hermanos o primos, con los que había jugado de pequeño; el tío que siempre fue como un padre para él. ¡No…! ¡No eran enemigos, eran sangre de su sangre que, por una adversa jugarreta del destino caprichoso, estaban en el lado contrario! Seguía Ismael corriendo, ávido por llegar al puesto de socorro. Le había llegado la noticia a través de «radio macuto», es decir, de boca en boca, susurrado por sus compañeros. ¡Juanito Varea estaba herido de muerte! Juanito era para Ismael el mejor compañero que tenía en campaña: por él hubiera dado la vida. Durante los 2 años que habían combatido, codo con codo, se había establecido entre ellos una gran camaradería, confianza y cariño, tanto que cada uno conocía del otro hasta sus más intimos pensamientos. El viento dentro de la trinchera era como un cuchillo clavándose en los riñones. Sobre sus cabezas, unas nubes negras avanzaban empujadas por el aire, donde unos grajos volaban en circulos, esperando lanzarse sobre la carroña, dejándose llevar por las corrientes térmicas; ante la oscuridad nocturna, desaparecieron entre las peñas de la cercana cordillera. Definitivamente, septiembre se despedía de forma huraña, sumando sus inclemencias a la legión mortal que azotaba los dos bandos. Dentro de la tienda de campaña, los oficiales médicos curaban y remendaban a los soldados heridos, a la débil luz de un candil, cuyo resplandor subía y bajaba a efectos del viento que se filtraba entre las rendijas de la lona. La bandera blanca ondeaba, para avisar de que aquello era un puesto de auxilio. Ismael llegó al final de la trinchera: «¡Cúbreme!», dijo al último que disparaba, y, sin esperar, corrió en zig-zag, con el cuerpo doblado. Vio varios heridos que gritaban de dolor, pero recorriendo las angarillas una a una dio con su amigo Juanito Varea. El capitán-médico trataba de reanimarlo. Ismael miró al oficial, que le hizo una seña, como diciendo: «¡Se muere…, no hay solución!». Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Ismael, sintiendo náuseas al ver la herida sangrante en el estómago de su amigo. Se arrodilló junto a él, tomándole una mano: «¡¡Ánimo, compañero. Esto no es nada!!». Los ojos del moribundo se fijaron en él, soltó la mano, agarrando la pechera de la camisa del otro, como si fuese un garfio, balbuceándo palabras initeligibles. Ismael acercó el oído a su boca: «¡Is-ma-el, cásate con Victoria», jadeó. «Pero, ¿¡qué dices, hombre, cómo me voy a casar con tu novia!? ¡Lo harás tú cuando acabe este infierno!». La mano tironeó de la tela «Dé-ja-me hablar. Júramelo». Un estertor hizo estremecer el cuerpo del herido. Ismael fue a protestar pero la imperiosa voz del amigo pareció recobrar ánimos «Me muero, hermano. No quiero que Victoria sea de otro».
Continuará…
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