Me levanté sobre las ocho de la mañana, a mediados de enero 2014, muy feliz, ágil y dispuesto, como siempre, a iniciar el día, un día soleado, claro y muy vivo, con los pájaros cantando como nunca, que se apreciaba y oía desde la ventana de nuestro dormitorio en la Villa de Catral, donde vivimos desde hace unos ocho años, una villa siempre tranquila, cosmopolita y romántica.
Esa mañana le pregunté a mi esposa si deseaba algo de la cocina. Me pidió un vaso de agua, como de costumbre, semi-caliente, con un poco de jugo de limón natural y un poco de miel, algo similar a un buen jarabe, y yo me preparé lo mismo; preparé las bebidas y me fui al dormitorio feliz y contento. Entrego la bebida a mi señora, me siento en mi lado de la cama, intento beber mi bebida, y, de pronto, siento un punzante e insoportable dolor en mi pecho que no puedo controlar, que me domina, parezco estar consciente, el dolor es cada vez más fuerte, casi no puedo hablar, sudo mucho, tiemblo terriblemente, mi señora parece asustarse.
Intuye que algo grave me está ocurriendo, pido agua, intento telefonear al centro de salud, yo estaba todavía consciente, hablo con la médica de cabecera, sra. Isabel; le expliqué, como pude, mi situación, y me recomendó tomar una aspirina y llamar a la ambulancia. Mi señora me trae una aspirina triturada en un vaso mezclada con agua, me la tomo. «Creo que tengo un ataque al corazón», le dije a mi esposa, que es inglesa, pero que entendía la situación. Mary, mi señora, está muy nerviosa, ella llama a su médico también. Llega la ambulancia a mi casa, después de perderse por el camino porque no existen suficientes signos o direcciones apropiadas en los caminos de la Villa. Estoy todavía consciente. Me recoge la ambulancia. El paramédico de la ambulancia me entretiene hablando durante el trayecto al Hospital de la Vega Baja. Dos médicos me analizan en Urgencias, me hacen muchas preguntas, me sacan sangre, mi señora está todavia conmigo, gracias a Dios, ya estaba perdiendo mi consciencia, me sentía débil, y grité «no olviden a mi señora», y minutos después desperté en la Unidad de Cuidados Intensivos, con mi señora a mi lado cogiendo mi mano fría, temblorosa, sudorosa y cansada.
Tres días después, me llevaron al Hospital de San Juan para aplicarme el cateterismo (stent), del cual salí bastante recuperado y feliz porque pensaba que iba a salir del Hospital de la Vega Baja después de cinco días. Cuando regresé al Hospital de la Vega Baja me sacan sangre de nuevo y unos minutos más tarde me dicen: «Tengo malas noticias para usted, en el análisis de sangre han encontrado una infección, por lo que tendrá usted que quedarse en el hospital catorce días más al objeto de hacer desaparecer el virus». Lo que sentí no es expresable en un periódico, especialmente cuando no sabes, ni te explican, cómo ese virus penetró en mi sangre. Esos catorce días parecieron catorce años, aunque con las visitas de mi familia y buenos amigos lo pasé mejor.
Las consecuencias de un ataque al corazón son inmensas, tanto física como mentalmente, aunque yo diría más mentalmente que físicamente, y una dieta muy estricta debe llevarse a cabo si la persona implicada desea sobrevivir.
El corazón no avisa, ni es traidor, algunas veces los pacientes mueren naturalmente; algunos, muy pocos casos, son hereditarios.
El corazón regula y controla, y, como un coche, necesita buena gasolina y aceite adecuados para funcionar mucho mejor, el corazón necesita tener sus arterias libres de grasas y de azucar; el colesterol y la diabetes son enemigos para el corazón.
Ejercicios moderados, ensaladas, frutas y vegetales, acompañadas de pescado y pollo, no muchas patatas, pasta o pastel, son la solución. Ésa es la dieta que un servidor sigue de momento, y, aunque perdí algunos kilos en un principio, ahora me encuentro bien y feliz, aunque no bastante fuerte para correr un maratón, pues todavía estoy desarrollando mi propia rehabilitación, y, aunque de momento no existe regularmente rehabilitación en España, esperamos que pronto se implante para evitar males mayores. La esperanza es lo último que se pierde.
José Antonio Rivero Santana
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