La nave de las confidencias (I)

En la inmensa nave trabajaban las 8 mujeres, que, por las tardes, en vez de echarse una siestecita, se dedicaban a hacer banderillas, pero no toreras, sino de las que se comen, pinchando en un palillo trocitos de pepinillo, aceituna y pimiento rojo. A veces eran «dulces» y otras picantes. Pues bien, una de esas tardes, Dolores les comunicó a sus compañeras que tenía que contarles el secreto mejor guardado de su vida. Todas dejaron la tarea, expectantes, a ver qué les decía. «Como soy muy reservada para mis cosas -empezó- nunca os he dicho que soy viuda y tengo un hijo, que vive con mi hermana en el pueblo. Mi marido murió de las fiebres maltas por tomar leche de cabra sin cocer, y yo, al verme sola, con la carga del niño y los gastos de la casa, llamé a mi familia y fue mi hermana, que está soltera, la que me resolvió la papeleta. Veinte años después, me salió un novio, que es un cachito de pan y nos casamos, pero nunca le dije nada de mi vida anterior, ni él me preguntó. Echamos las cortinillas al pasado para vivir el presente y afrontar el futuro juntos, pero, como el demonio enreda por todos los sitios, mira por dónde, al niño, que ya era un hombre, le dio por querer ver a su madre y conocer al padrastro. Trató mi hermana de contenerlo, con lágrimas, amenazas y dulzuras, pero fue inútil; me avisó de que en 15 días estaría mi hijo en casa. Temiendo la reacción de mi esposo, al que tuve engañado tantos años, fui a la parroquia, y el cura, luego de oírme y darle su filípica, me aconsejó que era el médico el que tendría que recetarme algún calmante, por si se ponía «farruco». Acudí al doctor y me echó otra reprimenda, por no ser sincera con ese hombre que tanto me quería, y no se merecía esa absurda burla: en resumidas cuentas, me recetó unas pildoritas, para que le pusiera una en el café del desayuno y otra con la cena.

Continuará…

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