Aseada imperfecta

Cada día, Claudia fregaba las sillas de madera castellana: sacudía los asientos de anea; lavaba puertas, ventanas, cristales; sacaba colchones a la calle y con una vara les daba una «paliza» que no había mota de polvo que se le resistiera. Los travesaños de las camas los rociaba con aquellos aparatos antiguos, que se llenaban de «flix» para desinfectarlos. Con un cubo y la gofifa restregaba los suelos hasta que se veía la cara en ellos. Sacudía cortinas, techos y barría los patios. Desde las 6 de la mañana hasta las 13 h. no paraba, mientras vigilaba los guisos, pero, mire usted por dónde, estas personas tan sumamente limpias siempre tenían fallos imperdonables: en el caso de Claudia, era que fregaba los platos sucios de la comida en el orinal o «perico». ¡Uf, qué asco! Y otro que, para saber si el aceite estaba caliente y freír las patatas, escupía en la sartén (otra guarrería). Como no había agua corriente en las casas, ni cuartos de aseo, en el fondo del patio, lo más alejado de la casa, cavó su marido un hoyo profundo para echar en él lo contenido en los orinales, luego le ponían un tablón encima con una gran piedra en cada extremo, pero los olores trascendían aquel armatoste y los insectos danzaban en el espacio, como si estuvieran en una fiesta de gala en el Palacio de Versalles. Para paliar ese estado, ella se tiraba todo el dia lavándose y dándose toques de colonia. Con razón dicen que no existe ni el hombre ni la mujer perfecta. Junto a la casa de Claudia vivía Pepa, que sólo limpiaba la casa los sábados; el resto de la semana estiraba las sábanas, recogía los platos y poco más, eso le daba tiempo a hablar con sus vecinas y vivir todos contentos. Tanto pecaba la una por ser la aseada imperfecta que la otra por omisa en sus labores hogareñas.

1 comentario

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


*