A veces, los celos se disfrazan de mil maneras, haciendo sufrir a quien es objeto de ellos. Un caso muy particular era el de Dionisia con su nuera, Aleja, pues todo lo que le pasaba a ella era el reflejo del mismo problema en la anciana. Un día, segando las mieses en el campo, se le escapó la hoz a la nuera, yendo a darle un buen tajo en la espinilla. Enseguida le pusieron un trapo bien apretado, subiéronla en el mulo y uno de los compañeros de tajo la llevó a Don Rafael (el practicante), que tenía manos de ángel; desinfectó, cosió los labios de la herida y le recomendó que estuviera una semana de baja, yendo a curarse a casa del médico o viniendo él a la suya. Al llegar a su casa, coja, la suegra inquirió qué le pasaba y ella se lo explicó, pero cuando acabó de hablar, dijo Dionisia: «¡Eso no es nada, hija: peor es lo que tengo yo, mira, mira qué padrastro en este dedo, que todo se engancha en él: eso sí que duele y no lo tuyo!». Aleja suspiró y guardó silencio. Pasado algún tiempo se quedó en estado de buena esperanza, teniendo bascas y asco de todo, pero, claro, aquello «no era nada para las que tuvo ella estando encinta del hijo». A la hora de parir, llamaron a Don Rafael, que, al ver el punto de dilatación, dijo que había como 2 horas por delante, que se iba a atender la consulta. «Si las contracciones son muy frecuentes, me avisan y vengo en la bicicleta». Mientras, la suegra puso agua a hervir, y preparó toallas y trapos blancos. «¡Ay, mamá, cómo me duele. Es un dolor insoportable!». «Eso no es nada. Yo, que te quiero como a una hija, a mí sí que me duele verte así; a mí sí que me duele». Aleja apretó los dientes, hizo un último esfuerzo y salió el crío «reboleao» y llorando a moco tendido. ¡Ay, los celos y la envidia, qué malos son y qué infelices hacen a muchas personas!
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