Envidias y orgullos (1)

A Rosalía le había salido un lobanillo en el papo, y no hubo forma de curarlo, ni médico, ni curandero, ni nadie, hasta que una amiga le dijo que se fuera al Monte del Macho Cabrío, donde vivía un ciego que todo lo sanaba. Allá que montó Rosalía en su mula parda, seguida por sus doncellas y el paje, con burras cargadas con todos los pertrechos de su ama. Tres días tardaron en llegar al lugar indicado. El ciego palpó aquella protuberancia, recetándole píldoras de miel sedante, hojas de sen, vino burbujeante, cebollas de la comarca, arrancándolas de la tierra en la hora nona de la luna nueva, y un chorrito de quina en jarabe fermentado; que se tomara 3 cucharadas para la comida y 3 para la cena. También habló Rosalía de un lunar peludo que tenía en (salva sea la parte) el coxis. Tocó el ciego y opinó que era una quista hembra, que pariría cada año, pero que con ese brebaje le valía para las 2 cosas. Dijo a las doncellas que le dieran friegas con tisana de camomila. «Esta yerba no mata, pero curará vuestro absceso, señora», concluyó. Pagóle ella sus atenciones regalándole un collar de oro macizo que llevaba en el cuello, pero el ciego lo rechazó, alegando que eso serviría para despertar la codicia y envidia de los ladrones, que podrían matarlo para robarle. «Mejor me enviáis cada mes, con alguno de vuestros criados, comida, ya que aquí la vastedad de la tierra no produce apenas alimentos». Así quedó acordado, volviendo Rosalía a su casa. Frente a ella había un taller, donde se reparaban toda clase de objetos, tanto rurales como caseros. Resulta que el dueño era un joven apuesto, de modales corteses y exquisitos, que enamoraron a la «jamona» señora Rosalía. Le dijo la criada… Continuará.

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