«Pués váyase a otro sitio. Aquí no quiero verlos. Tienen las manos muy sueltas y arramplan con todo lo que pillan. ¡Hala…!». No le dio tiempo a terminar la frase, ya que detrás de ella apareció una señora joven, elegante, y, con su bondadosa sonrisa, dijo: «Eduvigis, déjalos pasar y que se calienten en la cocina grande». «Pero, señora; no son de fiar, son gitanos». «Y también hijos de Dios. Pase usted, buen hombre, y vosotros, seguidme». El resultado fue que los alimentaron a todos y vistieron y calzaron con ropas de los señoritos. Cuando Rafael, con lágrimas de agradecimiento, le contó toda su odisea a doña Carlota, ésta envió un carro hasta el olivo en el que estaba Manola. Dios, en su infinita bondad, pone en nuestro camino gentes así, con un corazón de oro, y así fue cómo Rafael y Manola se casaron por la iglesia y sus hijos fueron bautizados. A la pequeña se le impuso el nombre de su bisabuela, Pasión, y el de la señora, Carlota. Para aquella «troupe» se acabaron las miserias, gracias a ese destino caprichoso que todos tenemos. Hace unos días, coincidí en un centro comercial con una gitana anciana, pero su voz era dulce y jocosa. Me contó muchas cosas de su vida, que, por respeto, no voy a poner aquí, ya que era una conversación confidencial, pero algo me «tocó» en el alma cuando me dijo con desolación: «¡Señora, no sé leer ni escribir, no sé si habrá salido mi número!». Me lo mostró. «No, todavía no está en pantalla. Ya le aviso yo». Me puso una mano en el brazo y, mirándome con arrobamiento, exclamó: «¡Es usted un ángel de Dios y por eso la voy a bendecir! ¡Yo, de eso de las letras y los números no entiendo, pero sí de ojos que miran de frente, y su corazón le sale por ellos!». Me quedé anonadada, y yo pensando que soy mala, muy mala, ¡jajajajajajaja!
Que horror!!!! No se como te dejan escribir en un periódico como ese.