Juana era una chiquilla de una belleza fuera de lo común y con una inteligencia exagerada. En aquellos siglos, ella sabía latín, escribía poesías, estudiaba a los clásicos y su educación y cultura eran admirables, tanto que alguien se atrevió a decir: «No es la loca, sino la prisionera», pero el sistema de los hombres, desde tiempos inmemoriales, cuando quieren difamar o despreciar a una mujer, siempre dicen que está loca, y aquella bendita, honrada y sensible mujer murió enclaustrada, sólo por poner su amor a los pies de un déspota usurpador. Capítulo aparte merecen Fernando, Sancho y Urraca, que era la que malmetía, y gracias a ello Fernando mandó al conde Ordóñez a matar a Sancho por la golosina de su reino. Tampoco escapa bien librada doña Isabel la Católica, con lo de Torquemada, la Santa Inquisición y sus amoríos con Gonzalo Fernández de Córdoba, Duque de Olivares, que luchaba en las guerras vaticanas, y ella hizo la promesa de no lavarse el «chiviricuando» en un año si él no volvía sano y salvo de aquellas bélicas acciones. Imaginaos, cada vez que la señora moviera una pierna, la seguiría una escolta de moscas y tufos infectos. La gente dice que el dinero da la felicidad, pero ya estamos viendo que no es así; se es más feliz comiéndose un cantero de pan con aceite en un rincón oscuro de tu patio, que venados y codornices en palacios llenos de luz y esplendor.
Kartaojal
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