La mitad de una eternidad y dos siglos después, llego al convencimiento de que a la ginebra con apenas una destilación no conviene añadirle unas gotas de limón y sí unas briznas de ralladura de lima intensa, por mucho que a los clásicos les resulte una herejía. Pero bienvenida sea la heterodoxia, aunque sea en el ámbito artificial del fondo de una coctelera «The Wolf Moon» para darle un poco de salsa a la tozudez de las ortodoxias varias.
La herejía, allá donde florezca, es, siempre, un acto de suprema libertad, un monumento eterno al triunfo de la osadía frente al club de los ortodoxos, frente a la uniformidad del pensamiento único y los condicionantes del vértigo de trasgredir los límites propios, ajenos o inventados.
No toda herejía es un canto a la libertad, es cierto. Conviene no emborracharse de transgresión y evitar venirse muy arriba, aparte de porque uno es un héroe de pacotilla y pantuflas, porque también se esconden, en los pliegues de la misma, los elementos esenciales para la tragedia y la desolación. Así que tomemos este traguito de Williams Chase sin limón y unas briznas de lima para cambiar el tercio y el ánimo. Dejemos que el espíritu de nuestra ciudad nos inunde y el aire del mar nos lleve a los trópicos de la luz de esta Torrevieja atardeciendo, de esta Torrevieja que habla de levantes y borrascas, de luces de faro y firmamento.
Cuando las cosas se tuercen y los dioses disponen la tragedia y las espinas, poco puede hacerse más allá de ver caer los chuzos de punta y esperar que amaine. Algunos adoptan una actitud de sinrazón permanente, como si entraran en un trance donde la máxima es repetir el disparate, enrevesar la pirueta y torcer el gesto a tirios y troyanos. Pero no quisiera acabar tirando por la calle de en medio y sí salirme por la tangente, sobre todo cuando la tangente esta aderezada con la magia del atardecer. Entran la luz y el aroma del mar por la ventana, dejando un horizonte de azules imposibles y amores que juegan a destiempo, sabiéndose eternos, dejando una atmósfera de fado y balcones abiertos a la humedad de la noche y de la cama.
Y si uno hace caso a lo que dicen los papeles, los colchones asolan las calles de la ciudad como preludio a un San Valentín que se adivina apoteósico, un San Valentín que me pilla un tanto desentrenado y con un somier de quince años y todos los defectos que se le presuponen.
Lo de San Valentín no lo dicen los papeles. Es cosecha propia. Soy un sentimental. No quisiera pensar en teorías conspiratorias, que haberlas haylas, y que explican de maneras un tanto inquietantes el extraordinario número de colchones arrojados o supuestamente arrojados para generar el número mágico de nueve mil lanzados sin piedad a la frialdad de las esquinas y escombreras. Me quedo con la de San Valentín. Me hace más ilusión que la de una alambicada transacción financiera.
«La mitad de una eternidad y dos siglos después, llego al convencimiento de que a la ginebra con apenas una destilación no conviene añadirle unas gotas de limón y sí unas briznas de rayadura de lima intensa, por mucho que a los clásicos les resulte una herejía».
Muy señor mío, define el Diccionario de la R.A.E. «Brizna»: De brinza.
1. f. Filamento o hebra, especialmente de plantas o frutos.
2. f. Parte delgada de algo.
O sea, que usted propone echarle unos filamentos o hebras de la parte que queda rallada tras pasar la lima por el rallador (Ralladura, que no rayadura).
En fin, no quiero seguir… Me parece surrealista. Eso sí es herejía.