…que la buscaran. El tiempo fue pasando, hasta que un día el Sultán supo que su esposa favorita fue la que dio aquella orden mortal. Por supuesto que fue arrojada al mismo aljibe, para morir como ella había deseado a su «rival». Los años, el tiempo, la añoranza y el dolor tenían al Sultán consumido. Sólo hacía que llorar y exclamar: «¡Jazmín Florecido, reina de mi corazón, cuando desapareciste llevabas un hijo mío en tu vientre. Hasta ahora, ninguna esposa del harén me ha dado ninguno, sólo hijas, y yo necesito un varón, para que herede todo mi reino! ¡¡¡Te amo tanto…!!!». Pedía su narguilé con opio, hachís o cualquier otra droga, hasta caer sobre las ricas alfombras, durmiendo horas y horas, para evadirse de la realidad de su amargada vida. Teniendo tanto poder y riquezas, se consideraba el hombre más desgraciado de la Tierra. «¡Si tú estuvieses a mi lado, bella Jazmín, sería plenamente feliz!». «¡Aquí estoy, mi señor, y os traigo a vuestro hijo varón, al que puse vuestro nombre. He permanecido oculta por temor a la Sultana para que no me dieran la muerte por orden suya!». «La Sultana no existe y tú eres ahora la que ocupará su lugar en el reino y en mi corazón. Hijo mío, tú eres el Sultán, pues tu madre y yo nos retiramos a las posesiones que tenemos en las altas montañas, y ése será el lugar de nuestro reposo y nido de un amor hasta el fin de los siglos».
Kartaojal
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