En el anterior artículo, que acabó refiriéndose a la resurrección de Jesucristo, se indicaba también que cabían, sobre este acontecimiento, algunas preguntas pendientes, y la primera que se nos puede ocurrir es la de ¿fue verdaderamente así?
Al morir Jesucristo en la cruz, todos sus discípulos y apóstoles desaparecieron de la escena, unos por miedo, ya que pensaban que podía ocurrirles a ellos lo mismo por haber sido seguidores de Jesús y, otros, desengañados por su fracaso, dado que ellos pensaban y creían en un Mesías poderoso que les iba a librar del dominio romano y crear un Israel fuerte y grandioso. Solamente quedaron junto a Él, María, su madre, María la de Cleofás, María Magdalena y su discípulo amado Juan. Lo que menos esperaban era a un hombre bueno que enseñaba el amor, el perdón y la misericordia entre unos y otros.
En la madrugada del tercer día de su muerte, María Magdalena se dirigió al sepulcro donde lo habían puesto, con perfumes y ungüentos para ungir al Señor, pero, ¡cuál fue su sorpresa al encontrar el sepulcro con la piedra quitada y vacío! En lo alto había dos ángeles que le preguntaron: «¿A quién buscas?». Y ella contestó: «A Jesús el Nazareno; por favor, decidme dónde lo habéis puesto para ungirlo con mis perfumes». Los ángeles le dijeron: «Jesús ya no está aquí, ha resucitado». En esto, María vio una sombra y, creyendo que era el hortelano, le dijo: «Por favor, dime dónde lo habéis llevado», y el que creía era el hortelano, le dijo: «María», y ella lo reconoció enseguida y contestó: «Rabí» (Maestro), y se echó a sus pies, y Él, levantándola, le dijo: «Ve a Galilea y diles a todos que me has visto y que más tarde me reuniré con ellos». No es extraño que María no reconociese momentáneamente a Jesús, pues Él ya estaba en un cuerpo glorioso y divino. Les ocurrió lo mismo a los discípulos de Emaús, que iban caminando hacia dicho pueblo y se les acercó un hombre que les preguntó si podía ir con ellos, dijeron que sí, y el hombre preguntó de qué iban hablando, y ellos contestaron: «¿Es que no te has enterado de lo ocurrido en Jerusalén? Jesús, el que creíamos el Mesías y nuestro salvador, ha sido crucificado y muerto en la cruz». Entonces, Jesús comenzó a hablarles de todo lo que los Profetas habían dicho de Él en el Antiguo Testamento y, cuando llegaron a Emaús, lo invitaron a comer con ellos, y fue al partir el pan cuando lo reconocieron. Entonces, Jesús desapareció. Ellos volvieron corriendo a Jerusalén en busca de los Apóstoles y, mientras caminaban, se dijeron: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?». Y, llegando donde estaban reunidos los Apóstoles, que habían sido avisados por María, les dijeron que habían visto a Jesús, y les contaron cómo lo habían reconocido.
Estando los Apóstoles reunidos en el cenáculo, y con ellos María, la madre de Jesús, se apareció Éste y dijo: «Paz a vosotros». Ellos se asustaron pensando que era un fantasma, pero Jesús les dijo: «No temáis, soy Yo», y, para que se convencieran, les volvió a decir: «¿Tenéis algo que comer?».
En aquellos momentos, Tomás no estaba entre los Apóstoles y, cuando le dijeron que habían visto al maestro, él dijo: «Si no meto mis dedos en sus manos y mi mano en su costado no lo puedo creer». A los ocho días, se volvió a aparecer Jesús entre ellos y, al igual que anteriormente, dijo: «Paz a vosotros». Entonces dijo a Tomás que estaba entre ellos: «Ven, mete tus dedos en mis manos y tu mano en mi costado». Tomás no pudo decir más que: «Jesús mío y Dios mío». A lo que Jesús le dijo: «No seas incrédulo, sino creyente. Tú has creído porque has visto; dichosos los que crean sin haber visto».
Jesús estuvo apareciéndose en varias ocasiones a sus discípulos y, según dicen los Evangelios, se apareció a más de quinientas personas, hasta su Ascensión a los Cielos, de lo que su Madre y sus Apóstoles fueron testigos. Ante la tristeza de sus discípulos sobre su marcha, Él les dijo: «No os dejo solos, os enviaré al Espíritu, quien os guiará y pondrá en vuestra boca lo que tengáis que hablar de Mí, Yo siempre estaré con vosotros».
Ante estos hechos, aquellos hombres y mujeres que habían escapado a la muerte de Jesús por miedo y desilusión, dieron su vida por anunciar la Buena Noticia y murieron mártires por Jesús, con excepción de Juan, quien cuidó de María como a su madre, hasta la Dormición de Ésta. Si tienen ocasión, lean el libro de los Hechos de los Apóstoles, donde verán cómo vivían los primeros cristianos y cómo nació la Iglesia.
Jesús hablaba mucho sobre el Reino de Dios y, cuando le preguntaban dónde estaba, Él decía que entre nosotros. En una de sus parábolas, dijo: «El Reino de Dios es como un grano de mostaza, una de las semillas más pequeñas, pero, cuando crece, se hace tan grande que los pájaros anidan en sus hojas».
La vida de Jesús pasó inadvertida incluso en el Imperio Romano. Son muy pocos los historiadores de la época que hablaron del Cristo, pero su Palabra y Hechos, posteriormente, han trascendido a todo el mundo, siendo actualmente más de dos mil millones de personas las que se autodefinen como cristianos. He aquí el sentido de la parábola del grano de mostaza.
Carlos García
Jesús de Nazaret: una Personalidad Única y el testimonio de una Vida Indestructible que nos interpela y que demanda nuestra adoración: por eso el mundo en general, y el comunismo en particular, tratan en vano de oscurecerlo.
Estas Navidades también «Dios con nosotros»
Enhorabuena, Don Carlos. Un cordial saludo.