Una vez más, el tiempo corrió más que mi inspiración y me hallo ante la fecha límite de entrega de este artículo a la redacción sin más armas que la premura y el desasosiego de última hora. Pero uno siempre es fruto de los aciertos y de los errores que comete. Y con los mimbres que se tienen en cada momento, uno tiene que lidiar el toro que le toca.
Lo cierto es que ando de un tiempo a esta parte con la agradable sensación de los que pueden proclamar aquello de: «sosegada ya la ira…».
No es asunto menor lo anterior. La vida, con cierto control en lo emocional, no dejando que ni el enamoriscamiento o la súbita sed de venganza desnorten nuestro caminar diario, se torna, cuanto menos, más llevadera.
Escribo estas líneas con un cambio de tiempo que nos ha pillado a todos descolocados, con el alma aún en el eterno verano que creíamos inmortal y la piel desacostumbrada al frescor otoñal y a la bucólica caída de las hojas sobre las aceras. Se avecinan días en las que acecha la melancolía tras los atardeceres sombríos de noviembre. Y a mí, siempre me da por estas fechas el secreto afán de improvisar el hogar en cada esquina del mundo.
Aprovechar lo efímero, lo que de fugaz tiene el mundo, lo que acontece, como si fuera un gurú, un maestro del que extraer la enseñanza necesaria para continuar adelante a pesar de todo. Redimirse a través de la sabiduría del instante, del presente. Ser, aquí y ahora, nada más.
Llovizna y trae el aire nubes de gris intenso. Pasear por esta ciudad cuando todo te invita a tomar un café al resguardo de los rigores del clima tiene algo de filosofía zen. Y no debo de ser el único que anda en estos menesteres metafíscos porque decenas de personas caminan sobre el antiguo paredón contemplando el mar y la libertad que nos obsequia, como si aguantar el chaparrón fuera cosa normal por estos lares.
La tentación cabalga por todas partes, todo tiene un aire de panteón griego en las entretelas, como si en cualquier momento fueran a surgir de entre las rocas y el faro los dioses mitológicos para jugar con el común de los mortales. Pero ni dioses ni gaitas. Sólo la lluvia nos acompaña. Y en esto me detengo. Y no sé por qué me viene al corazón la nostalgia anticipada de lo que amamos sin haberlo vivido. Este tener preso a las ideas y a la manera a la que cada uno le da forma y siente esas ideas. Tal vez todo se reduzca a escribir, a vivir en la más absoluta libertad, en esta sensación del que camina bajo la lluvia porque se le antoja, porque ha descubierto, permítanme el desvarío, que el respirar bajo este aguacero medio invernizo es como volver al útero del que nacemos.
Y volvió a salir el sol como un aristócrata del caribe, empeñado en ponerle música a la realidad, alejado de todo rastro de melancolía. Suena «We’re a happy family» de Los Ramones.
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