El deseo de volver

Las palabras, aunque no lo parezcan, son esquivas. Sobre todo, las literarias. Casi nuca llegan puntuales a la cita del folio en blanco y, claro, acaban dejando en evidencia al desprevenido autor, que en este caso concreto soy yo.
Andan removidas por estos días las aves migratorias, tal vez sea por las incoherencias de un clima que parece estar metido en plena campaña electoral, que lo mismo promete sol que lluvia, viento o calma chicha, nubes borrascosas que cielos límpidos, necesidad de abrigo invernal o pillar desprevenido al personal con adelantar la operación bikini, con el consiguiente estrago para los que aún no nos hemos librado de los hidratos de carbono en los abdominales.
Estas noches he tenido el privilegio de ver surcar el cielo nocturno bandadas numerosas, que al biólogo municipal no le resultarán extrañas, pero que a mis ojos inexpertos le resultan exóticas. Algunas de ellas, con destino a nuestras lagunas, y otras, rumbo a tierras más lejanas e igual de exóticas. Siempre me ha maravillado ese viaje, esa necesidad de volver al lugar donde la primavera se eterniza. Este deseo de volver está presente en la naturaleza, por tierra, mar y aire, que va desde las aves, los grandes herbívoros de la estepa africana y en los océanos.
Ese deseo de volver, en mi caso, también anda alborotado. No sé si tendrá que ver con la vorágine electoral. Una vorágine, que, a poco que tenga uno dos dedos de frente, ha dado pie a situaciones singulares en nuestra bendita Torrevieja.
Pero dejemos eso y hablemos del deseo de volver. Cabría preguntarse aquello de: ¿Volver, adónde? No sé. Entiendo, querido lector, querida lectora, tu desazón por mi resuesta. Volver a los días de las redes en el relleno, al baño en la bahía, a las calles donde la vida rugía a ritmo de habanera y guitarra vieja. Volver al primer beso, al primer «te quiero», a las noches de faro y mar, al sueño de mil noches de verano, a la felicidad de ser uno con el paisaje y con el paisanaje.
Es de noche ahora, estoy en el jardín. Sobre mí, el cielo mediterráneo, un cielo que contemplaron Ulises y Homero. Y no puedo compararme a ellos, sobre todo, porque estoy buscado la Ítaca perdida y no hallo el camino de vuelta si no estás tú, Bella Lola, aguardando en la orilla.

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