«¡Arena banca y cororá, a perrilla la lata! ¡Arena banca y cororá, a perrilla la lata!». Esa cantinela era la voz de «Juanillo Larena», que recorría la aldea portando dos capazos de esparto, uno en cada brazo, llenos de arena fina, la una colorada y la otra blanca; al cuello, colgado, un jarrito de metal, que era la medida, cuyo importe era 5 céntimos de peseta, la clásica perra chica.
Aquella arena servía para limpiar los fogones, la blanca; y para el cobre, la colorada. Las mujeres salian de sus casas con un cacharro para que se lo llenara Juanillo, con su arena. Antes de acostarse y con la placa aún caliente, se frotaba con todas su fuerza la superficie con la piedra pómez, arena y zumo de limón, aclaraban y, después de secarla bien, se le untaba de aceite. Al entrar en la cocina al día siguiente, la verdad es que daba pena tener que mancharla, pero no había más remedio, asi que por el troje metían virutas, trozos de ramas secas y el carbón; ya hecho ascua se le agregaban tacos de madera. Sobre la placa se ponía una gran olla llena de agua y la sartén o perola con las viandas para que estuvieran listas a las 13 horas, que volvían los hombres del campo a comer aquella comida hecha con tanto primor y cociendo lentamente. ¡Qué ricos estaban, tanto las patatas guisadas viudas, los potajes de cardillos o las sopas de fideos gordos! Te dabas una panzada a comer, un buen trago de agua del botijo y te quedabas como el «kiko».
Juanillo Larena era el «tontito» del pueblo, y los demás niños, con esa maldad que da la ignorancia, se reían de él y a veces le tiraban la arena y le robaban las perrillas. El pobre Juanillo llegaba a su casa lleno de lágrimas, arena y orines, pues al ver a los desharrapados venir hacia él, asustado, se hacia pipí en el pantalón.
¡Pobrecito infeliz y que mala muerte tuvo, cayendo a una tinaja de cal viva, al resbalarse su alpargata! Lo encontraron, luego de estar buscándolo 3 días, flotando encima de la cal, blanquecino y como cocido.
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