Después de treinta años de democracia en nuestro país, aún hay quien no se ha enterado completamente de lo que esto significa en la vida diaria de los ciudadanos.
Cuando se vive en democracia, se tienen unas obligaciones y unos privilegios que nos conceden esta sensación de libertad tan extraordinaria y que se valora muchísimo cuando se ha vivido en otro sistema.
Hay quienes se adaptan muy bien a vivir pegados a otros, sin tener necesidad de avanzar por su cuenta, con los riesgos que esto conlleva, para así tener quien les pueda solucionar sus problemas -o quizá, simplemente, no dárselos-, haciéndoles la vista gorda en ciertas situaciones y sólo a cambio de otogarles la razón siempre y un cierto brillo continuamente.
Pero también hay a quienes no les va ese sistema, y quieren hacer las cosas de otra manera, sin tener que depender de nadie, corriendo con los riesgos y las ventajas que trae consigo la libertad de expresión, y claro está que suelen ser menos agraciados y favorecidos por aquellos a quienes les gusta controlar y manejar el panorama, desde un lado y desde otro.
Hasta ahí, digamos que se asume, que es algo que implícitamente se entiende, aunque no debería ser así, más aún cuando a veces se valoran más algunas opciones, quizá con menos capacidad y aptitudes, simplemente porque son más «buenos» en todo momento.
Pero lo que ya no tiene explicación es que se lleguen a poner impedimentos y problemas en temas personales o de otra índole diferente; eso es conculcar la esencia misma de la democracia, o atacarla directamente, según se mire.
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