El drama que se está viviendo en «Ambiciones» me parece revivirlo en mis propias carnes, en recuerdo de una época triste de mi vida. Un familiar muy cercano, llegado de un pueblo desde tierras lejanas, se enamoró de una chica muy parecida a Mª José Campanario: simpática, graciosa y muy amable con la familia del novio: llegaba incluso a decirles a sus futuros suegros «¡Papá, mamá!». Ellos estaban encantados con aquella nuera, que les prometió que, cuando se casaran, se irían a vivir con ellos. La madre urgía al hijo para que llevara a la novia al altar. Tras cuatro años de relaciones, llegó el ansiado día, lleno de alegría y felicidad. Los novios se habían comprado una amplia casa, con 4 dormitorios, 2 baños, 1 aseo y un pequeño escusado en el corral. En cuanto la flamante esposa puso el pie fuera de la iglesia, empezó a tirar del brazo del marido para saludar a sus primas, tías, vecinas, y, cómo no, a los padres de ella, dejando cortados a todos los componentes de la extensa familia del novio. Desde ese día empezó a poner «barreras» para alejar a aquel hombre, bondadoso y de tierno corazón, de los que hasta ese momento habían sido sus «pilares». Cuando llamaba un hermano, le decía que estaba en el campo; si era la suegra, que había ido al casino, así, hilvanando mentiras, enredos y ocultando aquellas llamadas de su gente, iba minando, poco a poco, los sentimientos del joven, que, como casi todos los hombres, se fue acostumbrando a estar a solas con ella y se sentía más cómodo que cuando venía alguien a verlos. A él le extrañaba que su madre no tratara de ponerse en contacto con ellos, pero la «lagarta» le decía: «¡Ya ves lo equivocado que estabas con tu mamaíta, que en cuanto tienes a alguien que te cuida, bien se sacude las pulgas! ¡Para que veas que nadie te quiere como yo!».
Continuará…
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