Allí estaba Merceditas, pizpireta como siempre, ayudando a su madre Rosa en las tareas del hogar. La niña no había crecido mucho, apenas 1,20 a sus 14 años, pero todo lo que le faltaba de estatura le sobraba de inteligencia. El padre, marinero, estaba lejos meses enteros pescando en los bancos internacionales de altura. En casa quedaban la mujer, su hijo mozo Evaristo y la nena. Habían heredado unas tierras de los abuelos; el hijo araba y la niña sembraba con buen tino, para que las simientes se repartieran, cayendo desparramadas y no en montones. Un día, Evaristo fue llamado a filas y se tuvo que incorporar al ejército. Todas las tareas, incluyendo las agrícolas, quedaron en manos de la madre y su hermana. Frente a su domicilio vivía una familia muy amiga de ellos, la señora Dolores y el señor Oviliado: ambos se ofrecieron a ayudar a las mujeres, en vista de que estaban solas; pero ellas cortésmente rehusaron dicha oferta, alegando que se las apañarían. Rosa había observado que el vecino miraba a la niña de una manera especial y temía que pudiera hacerle algo, por eso los vigilaba, bien a ella o a él, constantemente. Rosa cayó en cama con gripe y fiebre; la hija, además de atenderla a ella y la casa, tenía que desyerbar los trigos. A la hora de la siesta, cuando todo el mundo descansa, tomó la cesta y el almocafre y se dirigió a los campos. Allí estuvo arrancando yerbajos, que echaba dentro del canasto para arrojarlos luego a los conejos, que darían buena cuenta de ello. De pronto, absorta en su tarea, fue sujetada por detrás, sin haber visto ni oído a nadie. Era Oviliado, que la estuvo observando lleno de lujuria y deseo. Al ver las pantorrillas al aire, la violó brutalmente, tapándole la boca para que no gritara. Ella se debatió y arañó al vecino, pero todo inútil, ella era una niña y no tenía fuerzas.
Continuará
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