«¡¡Dile que me perdone, mi postrer aliento, mi último pensamiento son suyos. Ismael, mi gran amigo, hazla feliz!!». No tuvo más remedio que jurar. La mano se aflojó, soltando la tela y la cabeza de Juanito Varea se dobló como el junco de una rivera, quedando con los ojos abiertos, fijos en la lona del techo. El candil, soplado por la brisa, levantó su llama, parapadeó y se apagó, dejando subir en el espacio una voluta de humo rancio. Ismael, sus ojos abiertos como platos, parecían no ver que Juanito había muerto y durante un rato estuvo hablando con el cadáver: «¿Te acuerdas de la noche que nos escapamos y fuimos a aquella taberna? ¡Qué gachís, qué música y qué vino! Yo creo que nunca nos hemos divertido tanto, ¿eh, Juanito? Pero en el frente del Jarama te disfrazaste de hembra, jodío, qué buena estabas; con decirte que a mí, que sabía que eras hombre, me encandilaste. Es que tú para estas cosas te pintas solo, por algo eres andaluz y tienes la gracia por arrobas. En cuanto acabe la guerra te prometo ir a ver a tu familia y ser el padrino de vuestra boda. ¡Victoria es una chiquilla preciosa!». De nuevo habían prendido el pabilo del candil, que alumbró débilmente la estancia. El coronel-médico se inclinó sobre Juanito Varea, le tomó el pulso y puso su mano sobre la yugular, cerró sus ojos y le echó una manta sobre el cuerpo. «¡Soldado!», dijo, «¡Vuelve a la trinchera. Tu amigo ha muerto!». Fue entonces y no antes cuando se dio cuenta de que aquel amigo tan entrañable ya no le oía ni le veía. No lloró… No gritó. Lanzó un rugido y salió de la tienda ciego de ira, gritando: «¡¡Matadme, cabro…, aquí está el pecho de un hombre que no teme a la muerte! ¡Cobardes! ¿¡No os atrevéis con un valiente, pero sí matáis al mejor del mundo, a alguien muy superior a vosotros, escoria!?». Tomó el fusil de otro soldado muerto y, subido sobre el lomo de la trinchera, disparó hasta agotar la munición; luego se deslizó en la zanja y lloró con toda su alma por aquel amigo. «¡Jamás querré a nadie como a ti, Juanito Varea!». Elevó su puño cerrado hacia el cielo. «¡Dios, has roto todos mis esquemas!».
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