Ese destino caprichoso quiso que Juanito Varea muriese en el frente, y ella tuviera que casarse con Ismael, para cumplir la promesa hecha al muerto. Aquella relación, sin amor, estaba destinada al fracaso, y, como Victoria se habia acostumbrado a tomar un vaso de anís, para aguantar las caricias del tendero, Jacinto, ejercía el mismo método para cumplir con sus «deberes» de esposa. A causa de esa costumbre, las discusiones y algún que otro bofetón eran el pan nuestro de cada día. Ismael había sido trasladado al frente de Alicante, cayendo herido, y así fue como conoció a su suegro: un tío campechano, que le tomó verdadero afecto a su yerno.
El primer hijo que tuvo la pareja salió «tontito»; el segundo, a los 8 años, tuvieron que meterlo en un correccional por ladrón; la tercera, a los 12 años se escapó de casa con un hombre casado y nunca más se supo de ellos. El cuarto lo internó la madre en un colegio de huérfanos, donde se ejercía dura disciplina, buenas palizas y malas comidas. Ismael se adentraba por los campos, en las noches sin luna, con las luces del camión apagadas y el remolque lleno de cosas de estraperlo, a cambio de 10 duros al mes. Una noche, la Guardia Civil le echó el «¡Alto!», pero él aceleró; ellos abrieron fuego y allí, en la misma cabina, lo dejaron «frito». Victoria se sacudió rápidamente las «pulgas». Dejó al tontito abandonado en una calle de Madrid, a la niña y al chico con sus tíos y el pequeño siguió en el orfanato, mientras ella se dedicaba a lo que le gustaba, beber y acostarse con el primero que le pagara una copa. Cierta noche que iba «ciega» de tanto tomar bebidas alcohólicas, la atropelló el tranvía, estando ella durmiendo «la mona» dentro de los raíles. De aquella familia, el único que era un hombre de provecho fue el pequeño, que tanto sufrió en el orfanato. Formó una familia respetable y querida, que era lo que más necesitaba en su vida, calor humano y las caricias que nadie le dio de niño. FIN
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