Leo en el ABC del domingo 13 de abril el articulo de Iñaqui Ezquerra: «Pérez Llorca, el buen padre», que termina dando las gracias al citado «por no idear ningún plan para que encajen en la España democrática los que viven de desencajarla»; y es curioso este agradecimiento ahora que se lleva la búsqueda de fórmulas para que Cataluña se pueda encontrar a gusto dentro de España. Sobre todo, tras la negativa del Congreso a la consulta, se busca encontrarlas con la reforma federalista de la Constitución o con el añadido de una transitoria que reconozca plenamente la singularidad histórica de Cataluña, frente al resto de la España no singular. Resulta, pues, que una Constitución que ha proporcionado a Cataluña la máxima autonomía de su historia, con un Estatuto de 223 artículos (el de Nuria, que personificó la máxima aspiración del nacionalismo catalán de 1931, tenía sólo 52; el de 1932, 18 artículos; y 57 el de 1979) no satisface ya a Cataluña; y aunque sea loable el propósito de buscar caminos (sería mejor decir concesiones) para que la disgustada Cataluña se reencuentre con su historia y vuelva a sentirse a gusto en esa reformada Constitución federal española, lo estimo esfuerzo inútil porque la insatisfacción nacionalista es permanente: sucedió en la II República y con el Estatuto de 1932; ha sucedido con la Constitución de 1978 y con los dos Estatutos aprobados a su amparo; y volvería a suceder aunque la nueva fórmula encontrada pudiera contentarles por un tiempo.
Don José Ortega y Gasset, en su intervención ante las Cortes de la II República, en el debate a la totalidad del proyecto de Estatuto catalán (discurso pronunciado en la sesión del día 13 de mayo de 1932, reproducido en El SOL, de 14/05/1932, páginas 4/5), analizó el problema catalán y sostuvo que «no se puede resolver, que sólo se puede conllevar (…)es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista». También, que «frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española, existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica», y «si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros y como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie, en sus cabales, logre creer que problema de tal condición puede ser resuelto de una vez para siempre». De aquí, concluía, que el problema «en vez de pretender resolverlo de una vez para siempre, vamos a reducirlo, unos y otros, a términos de posibilidad, buscando lealmente una solución relativa, un modo más cómodo de conllevarlo». Para el sr. Ortega, el Estatuto que entonces se debatía representaba «ese modo más cómodo de conllevar» el problema catalán, en definitiva, la fórmula para que Cataluña se sintiera cómoda; si bien se mira lo mismo que creen los que buscan ahora reformas constitucionales para que Cataluña se sienta satisfecha, «a gusto», en España.
Como la Constitución y el Estatuto actuales han concedido a Cataluña las máximas cotas de autonomía, la insatisfacción de los nacionalistas actuales aspira al último paso, es decir, la independencia; pero es curioso resaltar, con apoyo en la historia, que siempre que han llegado a conseguirla no han sabido o querido mantenerla. Así, en el medievo, cuando, independizados de la Marca carolingia, y agrupados como condado de Barcelona, en lucha contra el musulmán, podían haber seguido siendo independientes, como tantos otros reinos peninsulares de la época (como Navarra, por ejemplo), buscaron la unión con el reino de Aragón a través de la unión matrimonial de su conde Ramón Berenguer IV con doña Petronila; tampoco quisieron volver a ser independientes aprovechando la coyuntura de que la corona de Aragón se quedó sin rey por la muerte sin sucesión de Martín el Humano y, por el contrario, se unieron a Valencia y Aragón en la búsqueda de un sucesor encontrado con el «Compromiso de Caspe»; no supieron ser independientes en 1640, cuando se rebelaron contra Felipe IV, y lo inmediato que hicieron fue buscar la protección de Francia, entonces en guerra con España, y situarse bajo la jurisdicción del monarca de Francia; no supieron serlo, o mejor no lucharon para serlo, cuando se levantaron contra la República, el 6 de octubre de 1934, y proclamaron el Estat Catalán… de las diez horas; tampoco quieren serlo de verdad ahora pues quieren un Estado catalán… pero dentro de la Unión Europea. El mundo actual, tan distinto de otras etapas históricas, les impide independizarse de España y asociarse a Francia, como hicieron en 1641, y de aquí el recurso a la moderna entidad supranacional.
Y he dejado aparte el episodio de la Guerra de Sucesión porque no fue una verdadera guerra de independencia de Cataluña, sino una guerra europea, donde se luchó por ver si el Rey que siguiera al fallecido Carlos II (último Austria español) había de ser Felipe de Anjou (después Felipe V) o el archiduque austriaco Carlos y en la que Cataluña, como los restantes componentes de la corona de Aragón, después de haber jurado a Felipe V, tomaron partido por el austriaco al que proclamaron rey de España, como Carlos III, con la ayuda militar inglesa. Pero venció el Borbón y, abandonada ya por los ingleses que habían firmado el Tratado de Utrecht que les dio Menorca y Gibraltar, Barcelona claudicó el 11 de septiembre de 1714; y aunque no parezca lo normal hacer de una derrota una fiesta conmemorativa tal es, sin embargo, el caso de los nacionalistas catalanes.
Dijo también el sr. Ortega, en su citada intervención ante las Cortes de la II República, que un pueblo que «quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma (…), que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda él conjuntamente (…) es problema para sí mismo (y) tiene que ser, a veces, fatigoso para los demás». Y, efectivamente, un fatigado del problema catalán, que se firmó Vicente de Orche, publicó en EL SOCIALISTA, de 30/4/1931, un breve artículo bajo el título «El problema catalán: Hablemos claro», en el que concluía que «en los momentos presentes se vuelve a pedir y se proclama el separatismo en Cataluña. Creemos no debe haber reparo en concederlo. Repugna a nuestra condición de españoles esta ruptura de la unidad nacional; pero es también una necesidad del espíritu el acabar para siempre con esta pesadilla del separatismo catalán. ¿Cómo? En las siguientes o parecidas condiciones:…».
Otro gran fatigado, o mejor desengañado, no de la autonomía catalana y del Estatuto, de los que había sido defensor, sino de los políticos nacionalistas catalanes, fue D. Manuel Azaña que en su diario del 19 de septiembre de 1937 relata su entrevista con Carlos Pi y Suñer y en respuesta a las quejas de éste, tras enumerarle los excesos de la Generalidad, le dice: «Nadie piensa, en el Gobierno ni en sus alrededores, suprimir la Generalidad (…), pero es preciso reconocer que, si llegase el caso, después de cuanto ha ocurrido en Barcelona, la institución sería difícilmente salvable». Y cuando a la lista de demasías cometidas contesta el sr. Pi que «era un momento revolucionario», le replica: «Una revolución de tipo social, si usted quiere, o más bien anarquía. Porque ustedes, desde la Generalidad, no han proclamado una revolución nacionalista o separatista. Querían hacerla pasar a favor del río revuelto. Un programa del 6 de octubre ampliado». El sr. Azaña que había escrito «desde entonces viene la opinión de catalanófilo que tengo en aquella tierra» (diario de 18-21 de diciembre de 1931), llegó a escribir también que «lo mejor de los políticos catalanes es no tratarlos» (diario de 28 de julio de 1937); y recogió el siguiente comentario de don Juan Negrín, presidente del Gobierno de la República: «Yo no he sido nunca lo que llaman españolista ni patriotero. Pero ante estas cosas me indigno. Y si estas gentes han de descuartizar España, prefiero a Franco. Con Franco ya nos las entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables (…). Y mientras, venga a pedir dinero, y más dinero» (Diario de 29/7/1937, en Diarios completos, CRITICA, edición de 2004).
V. Sánchez
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