En la «Posá er chimildo» había de todo; según se entraba por el zaguán, a izquierda y derecha se amontonaban colleras, ataharres, cinchas, riendas, serones… Por las paredes colgaban, como esqueletos de pesadilla, los bieldos, horcas, escardillos, guadañas u hoces. Más adelante se abría, cual flor de mayo, un patio redondo, que al frente tenía la puerta de los corrales, una fragua, cocina y lavadero. Sobre ellos se erigía otra planta con 10 dormitorios y varias estancias vacías: allí vivían los dueños, su hija Candelaria, Abundio el pastor y los huéspedes, pero uno de los dormitorios estaba destinado a «clínica», adonde acudían parturientas o accidentados. Sobre esta planta aún se elevaba en el espacio la silueta de otra, con buhardilla y anaqueles. Los pisos de madera, que crujían tanto en invierno con los fríos, como en el estío, dilatados por el calor. Ni qué decir tiene que los olores de tanta mescolanza llenaban el aire con su fetidez y era el regodeo de moscas y demás insectos volátiles o terrestres; un ambiente de lo más insalubre que se puede imaginar para los enfermos, que salían casi todos con los «pies por delante». Lo único que en «La Posá» valía la pena y se destacaba como una perla mostrada en la palma de la mano era Candelaria, la hija de los dueños, moza guapa, altiva, trabajadora, que aún con luceros saltaba de la cama, se «aviaba» lavándose en la palangana y recogiendo su abundante cabello en una redecilla; se calzaba las botas, vestido largo y delantal con faltriquera, y luego de preparar las viandas para todo el día, llamaba a Abundio, que en un «santiamén» ya estaba listo y ambos cruzaban el patio, cargado él con la cesta de la comida…
Continuará…
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