Una noche, yendo de casa al trabajo, vimos a varias personas que nos hacían señas para que parásemos el auto. Se acercó una señora diciendo que había un joven herido al que nadie quería llevar al centro sanitario más cercano, por no manchar el coche de sangre. Mi esposo me dijo que bajara y, entre los presentes y con sumo cuidado, metieron al herido en el asiento trasero, acompañado de un señor; delante se fue la señora, testigo ocular, para explicar cómo había sucedido todo. Mientras yo esperaba junto a la acera, la gente empezó a registrar el coche siniestrado y un chico, con muy mala pinta, encontró un anillo-solitario que valía una fortuna e hizo ademán de irse con él, pero yo le llamé a mi lado, exigiendo que me lo diera. Ante su resistencia, apelé a la gente, diciendo que esa prenda u otras debían ser entregadas a las autoridades. Al final cedió y yo la tomé en la mano, mientras él, junto a mí, me echaba miradas de odio. Llegó el jeep de la Guardia Civil y el chico escapó corriendo como un gamo. Delante del público le di al sortija al Guardia y, cuando le explicamos todo el asunto, nos dijo que ese chaval estaba reclamado por varios delitos, entre ellos el de hurto. «Señora», me dijo, «ha tenido suerte. De haber estado sola le habría clavado una navaja cabritera que siempre lleva encima». Pasados unos 6 meses vimos otra noche a la señora testigo y nos dijo que gracias a la ayuda que mi marido le prestó, pudo salvarle el médico la vida, ya que tenía rotura de hígado y múltiples contusiones. Al preguntar si le había sido entregado el anillo al chico herido, dijo que ella no tenía constancia de nada de eso, pero que iba a investigar ¡dónde estaba la sortija!
Kartaojal
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