Mis amigos los toros bravos

Antiguamente, las manadas de toros bravos iban hacia la población donde se hacian las corridas andando, comiendo yerba o cereales por los caminos, y bebiendo o bañándose en los arroyos, vigilados por los mayorales, montados en jacas y con la garrocha presta a reagruparlos o repeler alguna que otra embestida al caballo de turno. De Talavera de la Reina traían los de la ganadería de Gregorio Sánchez, que pasaban por varias poblaciones: Santa Olalla, Las Matas, Maqueda, Navalcarnero, etc.; para ir a la Venta del Batán, donde quedaban confinados hasta el sorteo y la lidia. Había en una de esas poblaciones un chiquito retrasado, al que el pueblo, con su falta de cultura, llamaba «el tonto»; pero esos niños, no sé por qué, tienen un ángel que los protege de todo mal, aunque mueren jóvenes. Uno de esos días en los que pasaba la torada por dicha ciudad, iba delante, como a 6 km. de distancia, el «vocero», diciendo que la gente se metiera en sus casas, escondiese los animales y dejase el pueblo despejado, para evitar accidentes. El niñito deficiente jugaba junto a la fuente, haciendo mezcla con el agua y la tierra, poniéndose embadurnado de lodo. Nadie se cuidó de recogerlo y allí quedó, él solito, frente a los bravos morlacos. Le olieron y luego, tranquilamente, se pusieron a abrevar y echarse a la sombra de los árboles que circundaban el lugar. Al niño, que nunca había visto esos «bichos», no se le ocurrió otra cosa que sentarse sobre la tripa de uno de ellos, tomar su cola y abanicarse. Los mayorales sudaban y pedían a Dios que no le hicieran nada al chaval. Al cabo de 2 horas  siguieron su camino, y el pequeño lloraba porque se iban sus «amiguitos», ya que los de 2 «patas» no jugaban nunca con «el tonto del pueblo».

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