Nunca se había visto en aquella comarca joven más hermosa que Isabelle, con un señorío adquirido durante la época que estuvo fuera, en casa de sus padrinos, haciendo primores de aguja con las monjas y estudios que la elevaban a la categoría de los hombres eruditos, a los que desbancaba con su sabiduría. Marchó con 13 años y ahora volvía con 24 hecha una mujer, alta, delgada, de estrecho talle y larga cabellera rubia. Acudió a misa el domingo, con su familia. Toda la gente se hacía lenguas al ver su galanura. No pasó desapercibida su presencia para el viejo Marqués, señor de la región, galardonado con cruces y medallas por S.M. El Rey, con el que cenaba cada último domingo de mes. Por la tarde recibió el padre de Isabelle la orden de presentarse en el castillo feudal del viejo. Allí acudió el buen campesino a recibir órdenes del amo. El anciano (4 veces viudo) pidió la mano de la joven y apremió al padre para casarse cuanto antes, pasando la moza de ser hija de un «destripa-terrones» a Marquesa. «Pondré todo a nombre de tu hija, Pascual», dijo el marqués, «así, si a mí me pasa algo (por mi edad) ella y nuestros hijos podrán disfrutar de todos mis palacios, castillos, alquerías, tierras y feudos: no te niegues, pues va tu vida en ello. La he visto, me he enamorado y no hay fuerza capaz de hacerme cambiar de idea». Ante la petición y amenaza, no tuvo más remedio que consentir Pascual en aquella boda. Sonados fueron los esponsales, que duraron 8 días, congregándose en el castillo la gran sociedad y todo el campesinado. Por la noche, cuando a la luz de una palmatoria vio Isabelle a su marido calvo, sin dientes y despojado del camisón de dormir no pudo reprimir una carcajada; el hombre era la viva estampa de una tortuga sin caparazón. A los 10 días murió el «tortugo», quedándose Isabelle viuda y rica, pero, cosa extraña, tomó tal asco a los hombres y al sexo que no se volvió a casar. Llevó a su familia a vivir con ella y se dedicó a hacer obras de caridad, adoptando hasta doce niños y niñas huérfanos.
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