Cuando conocí a Daniela ya tenía 2 hijas, 4 nietos y su único hijo (sacerdote). Nuestra amistad fue como un flechazo o, como dicen los italianos, «il raio fulmine», pero estaba basada en el respeto sobre todo. Ella me contó su vida, de cómo su padre murió en no sé qué guerra y ella y su madre se vinieron desde Inglaterra a España, cuando la niña contaba 5 años, así que no sabía ni «papa» de su idioma natal y el español lo hablaba a la perfección. Daniela medía 1,80 m y era alta y delgada; según me decía, a las 7 de la mañana hacía ejercicios y yoga: sus alimentos eran frugales, poca cantidad y bien masticada y 2 litros de agua al día. ¿Andar? Se iba desde Los Altos hasta Las Villas de Don Quijote a por una pistola (barra de pan) y si tenía que salir para comprar otras cosas, al supermercado de Los Balcones. Era una mujer de misa diaria, un rosario por la mañana y otro por la noche. Su educación, esmerada; le gustaba mucho leer, así que conmigo tenía «tierra abonada», pues, con la cantidad de libros que tengo, le daba uno, lo leía y me lo devolvía para llevarse otro. Si no leyó 150 o más, le faltaría poco. Solía vivir en Madrid para estar cerca de su familia, además, el hijo cuando terminaba sus misas en la parroquia, la recogía de la residencia de ancianos, donde Daniela era voluntaria y ayudaba; comían en su casa y por la tarde se iban los 2 en el coche del hijo para la iglesia donde, desde el púlpito, el sacerdote rezaba el rosario. Siempre me decía que no fumara (hace más de 15 años que lo dejé), que hiciera gimnasia y anduviera mucho si quería vivir más años. «¡Una vida sana!» era su lema. Un día llegó el hijo a la residencia y la vio sentada al sol. Sabía que era ella por el sitio y porque se le veía la cabeza desde ese ángulo. Cuando se acercó a darle un beso y decirle: «Mamá, ¿nos vamos?», la encontró muerta… Vida sana, ¡qué ironía! Cuando nos llega la hora…
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