Te llevaré mientras viva (II)

Lograron ahorrar, se compraron un terreno y, con los desechos de dichas construcciones, hicieron una casa de dos plantas, con 7 dormitorios y un buen terreno donde poner gallinas, conejos y cerdos. Al año, la madre y las hijas fueron a reunirse con ellos. Por aquellos años no se les daba permiso a los soldados, que debían estar 3 años sin ver a sus familias, pero los padres de Álvaro trabaron amistad con un coronel retirado que venía a comprar huevos frescos a su casa, y resulta que el hombre había hecho su carrera militar precisamente en el mismo cuartel y conocía a todos los mandos. Pidió referencias y, al poco tiempo, le dieron 3 meses de permiso con la condición de que, si no era requerida su presencia en el cuartel, se podía dar por licenciado. Ni que decir tiene que la madre se deshacía en lágrimas de agradecimiento. Lo primero que Álvaro hizo fue cruzar la península e ir a ver a su novia. Llegó un domingo por la tarde y la madre le dijo que su hija estaba en el baile con las amigas, cosa que a él le mosqueó, porque era costumbre que se le guardara «la ausencia» a los novios. Al llegar al lugar, las vio a ellas, dos chicas y tres hombres jóvenes, riendo y tomando refrescos. Ella se puso pálida y luego roja. No le presentó como su prometido, sólo dijo: «Aquí os presento a Álvaro, un amigo». Álvaro se dio la vuelta, saliendo del local: llegó a casa de la suegra, agarró la maleta, el autobús, el tren y… para su casa. Los padres se alegraron mucho al saber que no tenía que volver al cuartel. La madre, tan avispada como todas las madres, notó una sombra de dolor y tristeza en el rostro de su hijo: lo llevó aparte y le interrogó. Álvaro se abrazó a ella llorando y juró que jamás la volvería a ver en su vida.

Continuará…

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