Promesa a una madre

Desde el 10 de mayo al 5 de julio fue el tiempo que el cáncer dejó vivir a Rosario: una mujer sana, criada en el campo, que tuvo 8 hijos y trabajó como una mula para criarlos, y, mira por dónde, esa terrible enfermedad se dio con ella en apenas 2 meses. La noche antes de morir, estaba Trinidad, su hija menor, con ella en el dormitorio, mientras el resto de hijos y nietos cenaban en la cocina. De pronto, Rosario se puso a llorar y la hija, alarmada, exclamó: «¿Qué pasa ahora para ese llanto?». Esperó un rato la respuesta, mientras la madre se sosegaba, tragaba saliva y suspiraba: «¡Temo por papá, no le vayan a mandar al asilo a esa edad y sin mí. No quisiera morir con esta pena!». La hija también se echó a llorar: «No se va usted a morir, eso en primer lugar, y, con respecto al destino que le aguarda a papá cuando usted falte, yo le juro por lo más sagrado que, mientras yo viva, él no irá a un asilo, aunque tenga que robar, pedir limosna o ponerme en una esquina. Váyase con Dios bien tranquila». «¡Ahora… ah…», jadeó, «ya me puedo ir en paz; te conozco y sé que lo cumplirás!». Al rato, su rostro adquirió un extraño color pajizo, pero con rosetas en las mejillas y la lengua roja e hinchada. Llamaron al médico. Se limitó a decir que aquello era el final, le puso una sedación, pronosticando que moriría al amanecer. «Dale pequeños sorbos de tila», dijo a su hija Trinidad, «porque se le secará la garganta y toserá». A las 8 de la mañana empezó a sonar su pecho como una vieja cafetera y en media hora falleció. Pasados algunos días, las nueras dijeron de pagar un asilo y llevar allí «al viejo», pero Trinidad se puso como una fiera con todas y dijo que ella se hacía cargo de su padre. «Pero tú estás pagando el piso y tendrás que dejar el trabajo para cuidarlo», dijo una de ellas. «Dios me ayudará, y mi madre, desde el cielo, pero no nos faltará para comer». Vivió 11 años su padre y ella logró pagar su casa y al mismo tiempo cumplir la promesa a esa madre.

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