Toy

María C. tenía una perra loba (Toy) que era tan ladina como su dueña. Si se hubiesen puesto en la balanza, el fiel habría quedado estático, ya que eran tal para cual. En aquel lugar siempre había una pareja de la Guardia Civil, día y noche, en turnos de 8 horas: a ellos les hacía la comida María C.; del resto del personal se encargaban la casera (Adelaida) y Juan Díaz. Aquellos manjares para los servidores de la ley eran especiales, pollo con tomate natural y un buen sofrito, cuyo aroma se extendía por todas las estancias, y los niños, con esa ansiedad clásica de la edad, nos pasábamos la lengua por los labios, más sabiendo que aquello estaba prohibido para nosotros, así como las tortillas de patata, jugosas y exquisitas. Todos nos asomábamos a la puerta de la cocina olfateando el aire como un galgo, pero María C. le hacía una seña a Toy, que arremetía contra nosotros, haciéndonos huir despavoridos. Cuando los guardias saciaban su hambre, lo que sobraba era para la perra. A veces, era tanta cantidad la que se les ofrecía que quedaba la tortilla sin tocar e iba al suelo a que Toy se la comiera. ¡¡A nosotros poco nos faltaba para arrojarnos al piso y luchar por aquella comida, lamiendo sus sobras!! Era tanta la hambre que se padecía, y eso que en casa nunca faltaron los garbanzos, lentejas, alubias, arroz y patatas, pero fuera de eso y productos de la matanza lo demás era inalcanzable. Yo pensaba que Dios premia a la gente malvada y castiga a los buenos, pero como en esta vida todo se paga y la gloria o el infierno los tenemos aquí, un día se atravesó Toy delante de María C. cuando bajaba la escalera, cayó rodando, partiéndose el fémur. Los señores la mandaron a su casa, ya que no podía trabajar. Como era tan mala no tenía amistades y la familia no la quería ver ni en pintura, tuvo que pagar para que la atendieran. ¡Lo que sufrió en aquellos dos meses sólo ella y Dios lo saben!

Kartaojal

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