Para M.R.P. Allí estaba aquella buena mujer, penando por la inesperada muerte de su marido, sola y con 3 hijos que mantener. El óbito tuvo algo de surrealista; había ido ella a su aldea, a la boda de una sobrina, llevándose con ella a su hijita de unos 12 años. En medio de la fiesta de esponsales, le avisaron de que su esposo había tenido un grave accidente de tráfico. Ni qué decir tiene que el alma se le puso en un puño, e inmediatamente se trasladó al aeropuerto, para llegar lo antes posible a su casa (la pobre no sabía que había muerto en el acto, teniendo la esperanza de que sólo estuviese herido). De resultas de aquello, se le fue la cabeza y tuvo que ser tratada por psicólogos, pero, ¿quién no hubiese reaccionado de igual forma? Atravesó toda la familia una época muy dolosa: para remate de fiesta, su única hija le confesó un día que estaba esperando un bebé (soltera), que en aquellos tiempos no era como hoy. La madre se enojó, pero fueron pasando los días y su corazón se suavizó con la dulce espera del nieto. No era así entre las comadres y vecinas, que expresaban su opinión maliciosamente, hasta que un día, ella, la madre, se «cuadró» con ellas y las mandó a tomar por donde amargan los pepinos. Desde entonces, se abstuvieron de meterse en camisas de once varas y dejaron correr los días, aunque secretamente muchas incitaron a la joven para que abortara, pero ella se negó de plano: «Ni pensarlo», dijo. «Este hijo es muy deseado y del hombre al que amo. ¡Jamás lo haré!». Se mantuvo en sus 13 soportando desprecios y puyas hasta que dio a luz una niña preciosa, que era un sol y la alegría para sus padres, que, al poco tiempo, se casaron. La abuela no cabía en sí de gozo; la pequeña era el bálsamo que curó sus depresiones y le alegró todos los días de su vida.
Dejar una contestacion