Del cielo caían, como pétalos deshojados de las rosas, un ramillete de bombas, que los aviones lanzaban sobre Madrid. Caridad corría despavorida, mezclada con la multitud, hacia los refugios; llevaba bien sujetas de las manitas a sus gemelas, Teresa y Candelas, de apenas dos añitos, que no podían seguir el ritmo de los mayores. La madre, en un gesto para aligerar el trayecto, tomó a Candelas en brazos: en ese intervalo de volver hacia la otra, ésta habia desaparecido entre el bullicio, gritos y ruido de sirenas de alarma. Caridad creyó enloquecer y olvidando el peligro que corría estando en la calle, dejó a Candelas en brazos de una vecina que se emparejó con ella para buscar a la pequeña. ¡Todo inútil! Los proyectiles caían junto a ella, como fieras rabiosas, mas la angustia de una madre desesperada le impedía ver otra cosa que el afán de encontrar a su hija. Corrió, vociferó, preguntó…; Parecía que se la había tragado la tierra. Cuando cesó el bombardeo, dejando sus mellas en edificios y empedrado, Caridad buscó y en días sucesivos a Teresa por los barrios, ruinas, fondas y posadas, pero ¡nada! El tiempo fue pasando y mitigando su lacerante dolor; en su sufrimiento, esa madre llegó a pensar que su otra hija, la desaparecida, era un invento de su mente trastornada por la guerra. De todas formas, le contó a Candelas cosas de su hermanita, mostrándole una foto descolorida en la que aparecían las dos con trajecitos iguales y un gorrito de lana. Aparte, en un periódico que le mostraron en el Comité, se veía a una señora, agachada, con Teresa tomada de la mano, pero no se le veía el rostro y nadie pudo averiguar quién era.
Continuará…
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