Sentado sobre el malecón, con las piernas balanceándose en el espacio, estaba Carlitos, mirando en lontananza la línea que formaban el mar (la mar para los marineros) y el cielo. Achicaba sus ojillos por si vislumbraba, en la lejanía, la mole de alguna embarcación. Iba a cerrar la noche y el Santa Engracia no tenia visos de arribar al puerto. Precisamente ayer, informaron, desde la Comandancia, de que ese barco llegaría por la tarde, procedente de los bacaladeros del Norte. Hacía 6 meses que Jacinto, su padre, había zarpado junto al capitán y el resto de compañeros, rumbo a mares de otros países para realizar la pesca de altura o de aguas internacionales. Carlitos, aparte de celebrar cada llegada de su progenitor con verdadera alegría, ya que adoraba a su padre y era para él como un dios, también anhelaba los «regalitos» que le traía de esas odiseas. El sueño del niño era ser marino como Jacinto: no quería ser otra cosa; por eso, ir al colegio se le hacía muy cuesta arriba. No estaban hechas para él las matemáticas, aritméticas ni esos melindres; lo único que le entraba por el ojo era la biología, porque eso de la vida era importante y misterioso: la prueba la tenía viendo los gazapos con las conejas, los cerditos mamando de la guarra; el chivo triscando ramones o los pollitos, en fila india desfilando detrás de la gallina y picoteando en el prado. De pronto, en su larga espera, le dio por pensar qué había hecho hoy. «¡Bueno, pos me he lavado las manos, cara, orejas y por el cogote, como dice madre que hay que hacer cada día, luego, mojéme el dedo en perborato y pasémelo por las encias, aclaré con agua y peinéme el cabello. El desayuno, como siempre, un bol con leche de cabra, azúcar y pan duro»
Continuará
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