Vespa para todo

Rafael, un chaval andaluz, tenía la gracia por arrobas y cada vez que abría la boca, la gente que le oía se tronchaba de risa. Todas sus anécdotas giraban en torno a su moto, Vespa, que era como un perrillo para él; la llevaba a todos sitios, incluso a una cuñada que se puso de parto (hace 45 años no estaba la Sanidad tan adelantada, aunque ahora nos quejemos: llamar a una ambulancia equivalía a una espera de por lo menos 6 horas. Tampoco las comunicaciones eran un primor. Ponías una conferencia; desde la centralita tenían que ir a buscar al personaje en cuestión, que debia esperar tiempo y tiempo e incluso hasta días). Pues esa cuñada, que había roto aguas, montó atrás en la Vespa, y, a toda velocidad, la llevó a la clínica, con el resultado de que tuvo gemelas, nada menos que el 28 de diciembre. Rafael decía: «¡No me he reído más en mi vida que cuando llamé a mi hermano al trabajo y le di la noticia: ¡Menuda inocentada!». Otro día, había llovido 4 gotas y estaba el suelo resbaladizo, se le metió la rueda delantera en los raíles del tranvía, y, como si fuese un burro, echó al conductor y vehículo por las orejas. Salió el motorista por un lado, desollándose piernas y brazos, la máquina con el faro roto y el magneto segmentado, pero el percance más gracioso que narraba era, que, en la avenida del Generalísimo (hoy Paseo de la Castellana) de Madrid, tendieron un cable de un extremo a otro de la calle para controlar el tráfico y, al mismo tiempo, si algún vehículo la pisaba, saltaba la luz del semáforo y, ¡zas!, la multa. La moto subió sobre el cable y recibió el flash. Rafael, indignado, empezó a dar saltos y la cámara disparando fotos hasta que la agotó; le haría unas 500 más o menos. Él gritaba, haciendo gestos: «¡¡Toma multas, toma multas!!».

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