«Mi señora, ¿sabéis algo de don Nuño Celadas?». La pregunta dejó desasosegada a doña Carmela, pero, como era ladina y disimulada, repuso: «No, no sé nada del tal caballero, mi buena ama». «Pensé», dijo Brígida, «que os hacía «tilín», pues vuestros ojos se iluminaban al verlo y vuestro rostro expresaba suma ternura». «¡Así era al principio!», repuso soñadora la joven. «Sus palabras eran dulce poesía; sus ojos, un cielo en el que titilaban mil estrellas; su faz, hermosa y varonil; y aquellas manos suaves, como de damisela, que sólo las usaba para escribir poemas, eran como la seda cuando tomaba una de las mías y se inclinaba en un ademán de besarlas, pero, ¡ah, amiga mía!, los hombres cambian como las veletas de las torres cuando las empuja el viento. De un tiempo a esta parte, se muestra frío e indiferente, como si yo le hubiese ofendido en algo, es más, se dedica a escribir versos llenos de veneno y a comparar el cariño de las mujeres, precisamente con el veneno de los ofidios. A mis amigas les dice que soy una ingrata y que, cual gata malvada, juego con sus sentimientos, que si un día le incito, otros le provoco en su deseo por mí y, al postrero, que me muestro altanera y distante. A mí, Brígida, me tiene confundida y ya no sé qué pensar, ¡con decirte que a veces creo que no está en sus cabales o si vive rodeado de mujeres chismosas y alcahuetas que le marcan la ruta a seguir y él es un pelele en manos de las arpías…! Un hombre se viste por los pies y ha de demostrar siempre su personalidad, sin que le manejen cual marioneta». «¡Lleváis razón…».
Continuará
Kartaojal
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