Caperucita encantada (2)

Al llegar la abu, todo empezó a funcionar otra vez, pues, con su paga, mantenía la casa. Ahora vamos al lobo, que de por sí son dóciles y buenos como un perrito, pero éste del cuento era malo, porque no tenía a nadie que lo quisiera y pasaba mucha hambre. Husmeando, encontró el rastro de la abuela y saltó por la ventana para atacarla. A los gritos, acudió el padre con la escopeta: «¡Fuera!», dijo airado, «¡Fuera de aquí! No te vas a comer a mi abuelita, ya que si estamos aquí es porque vivimos a costa de ella y de su paga!». Justo cuando iba a disparar entró la niña: «¡Quieto, papá; no dispares! El lobo es mi amigo. Todos los días nos vamos al arroyo a jugar, yo le llevo comida y él me quiere. No es tan malo como lo pintan. Te prometo que no volverá a asustar a la abuelita. Hemos hecho un pacto, no de honor, sino de amor y respeto entre nosotros, y yo estoy encantada porque cuando nazca mi hermanito, él defenderá su vida y la de todos los de casa!». El lobo se acercó a la viejecita y empezó a lamerle las manos, con mucha ternura. Había un secreto que nadie sabía, respecto a la abuelita; ella bebía, tomaba alcohol a escondidas, por eso, muchas veces la veía Caperucita bailando y riendo sola. Un día, la niña le dijo, con la inocencia típica de su edad, que la mamá había dicho que ella era anciana y estaba delicada de salud, pero la viejecita contestó: «¿Mala yo? ¡Mírame, si tengo unas ganas tremendas de vivir, bailar, cantar y ser feliz!». La niña puso su manita en las arrugadas de su abuela y, mirándola tiernamente, le suplicó: «¡Abuelita, no tomes esos coñacs, whiskies o lo que sea, que te hacen mal: prométemelo!». «Está bien, tesoro, te prometo que voy a sentar la cabeza. Creo que ya es hora, ¡jajajaja!».

Kartaojal

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