Aquel día tomamos la ruta hacia Segovia, para comer el famoso asado de Cándido, pero antes estuvimos buscando endrinas, para hacer pacharán casero, en el bar. Luego fuimos a ver a los padres de un compañero de mi marido, que vivían en una aldea de esas de la España rural y profunda. El hijo nos dio la dirección y describió la casa, que no hubo problemas para encontrarla. Llamamos a la puerta y nadie contestó, pero sí observamos que estaba entornada y, al abrirla, vimos a dos ancianos, sentados en sillas de madera castellana con asiento de anea, junto a la lumbre, donde había un perol alto y un pucherito adyacente: el perol contenía cocido y el pequeño, agua para añadir. Los abuelos estaban casi sordos y veían poco. La cocina era parca, apenas una mesa, la alacena y una cantarera. Me dio el corazón un vuelco al ver tanta miseria, siendo que el hijo vivía con un magnífico sueldo, una casa nueva y grande en el pueblo de su mujer, y no le daba vergüenza tener a los suegros casi como mendigos, abandonados de la mano de Dios. Estuvimos con ellos mucho rato y nos contaron cosas de la familia, fotos y querían que nos quedáramos a comer con ellos. Al salir, le di 6 euros de parte de su hijo (mentira) y, cuando abandonamos a aquellos confiados viejecitos…
Continuará
Kartaojal
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