Transcripción= Soy S.L.P. Quiero contaros mi caso a la hora de nacer; fui la 4ª y última hija; mis otros hermanos vinieron al mundo en el cortijo, siendo mi madre atendida por la abuela y las viejas del lugar. Años más tarde emigraron mis padres a Barcelona y, allí, a las puertas de la menopausia, creyendo que era la retirada definitiva, se «descuidaron» y aparecí yo en escena. Esta vez, a la parturienta la llevaron al hospital. Durante 3 días yo no paré de llorar noche y día, sin que los médicos, enfermeras ni mamá supieran qué me pasaba. Sufrí pinchazos por todos los sitios, analíticas, sueros…, ¡jajaja!, pero ninguno supo detectar que tenía alergia a la leche y me moría de hambre. Cada vez que veía el seno de mi madre cerca de mi boquita me ponía frenética, pensando que era una burla a mis necesidades famélicas. Nada más entrar en casa, ya dadas de alta, mi madre, conmigo en brazos, me depositó en la cuna, puso agua a hervir con azúcar y dos galletas que pasó por la turmix: ya templado, y con suma paciencia, me fue dando pequeñas porciones con una cucharita de las de moka. ¡Qué delicia! ¡Jamás en mi vida he tenido esa sensación de felicidad! Hice mi «caquita» correspondiente, eructé y pipí. Me cambiaron de pañal y, por lo visto, dormí 10 horas seguidas. El médico, al enterarse, llamó a mi madre mula y que eso era un desatino, pero ella respondió: «Si en el hospital, con tanta gente cualificada, no sabían que la niña se moría de hambre, yo, que he criado 3, rápido tomé la resolución de darle comida». Me hicieron pruebas y, efectivamente, vieron que no toleraba los lácteos y me daban biberones con otra composición. Aquello pasaba por mi vientre como si fuese agua, produciéndome dolorosos gases. La última opción materna fue la tradicional de las abuelas, tostar harina con azúcar y agua. ¡Aquello sí que era un manjar! Comía hasta saciarme, y es que las madres se rompen la cabeza e imaginan mil maneras para hacer a sus hijos felices. ¡¡¡La mía era única!!!
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